LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO (A. Mann, 1964)
O LA IMPOSTURA DE LA INDUSTRIA

The Fall of the Roman Empire (A. Mann, 1964)
or the imposture of industry

Dr. Pedro Castillo Maldonado
Historiador
Jaén

Recibido el 10 de Junio de 2010
Aceptado el 6 de Julio de 2010

Resumen. En estas páginas se analiza una película de espectáculo, La Caída del Imperio Romano, que se reclama basada en la prestigiosa The History of the Decline and Fall of the Roman Empire de Edward Gibbon.
Palabras clave.Peplum, Bronston, Anthony Mann, Gibbon.

Abstract. The paper dicusses The Fall of the Roman Empire, an epic movie which aim to translate into the big screen The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, the prestigious work by Edward Gibbon.
Keywords. Peplum, Bronston, Anthony Mann, Gibbon.

 

El En los últimos años asistimos a la reedición constante de filmes, a menudo bajo el reclamo de “Gran Clásico”, “Legendaria” y similares. Sin duda es un fenómeno comercial posibilitado por la introducción de nuevos avances técnicos cual es el DVD, como en un pasado no demasiado lejano lo fue el formato de la cinta de vídeo. El criterio que prima tiene que ver con los derechos de explotación, con el copyright, y no con interés artístico alguno, lo que nos debe prevenir de los mencionados anuncios. Así, en los bien nutridos estantes de los centros comerciales, auténticos “Todo a Cien” de la cultura, o en los quioscos de nuestras ciudades, otrora dedicados a la prensa y ahora a las ventas más sorprendentes, podemos encontrar a títulos como Metrópolis junto a una –no importa cuál- de Bruce Lee. No se trata por tanto de un fenómeno que responda a intereses culturales, lo que explica que afecte a películas buenas, regulares y malas. En fin, no faltará postmoderno y políticamente correcto que se precie que no vea en todo esto sino la “democratización de la cultura”. Otros, resentidos, hablaríamos de la banalización de la misma. No obstante, hemos de reconocer que tiene un efecto positivo: pone al alcance películas cuyo visionado estaba restringido hace unas décadas a las filmotecas, siempre de más difícil acceso de lo que sería de desear.

El gancho comercial se acrecienta si se anuncian como “remasterizaciones” y “versiones íntegras”, logrando interesar a coleccionistas –otra técnica de marketing usual es la edición integrada en colecciones- y cinéfilos en general. Como tal se presenta La Caída del Imperio Romano, de 1964 (Divisa Home Video, 2008). Rodada en España por Anthony Mann, un director con un puñado de westerns impagables y que ya había hecho lo propio en 1961 con El Cid, cuenta con la producción del singular Samuel Bronston. Este había encontrado en nuestro país un El Dorado por sus costes baratos y el interés de las autoridades del momento por publicitar el país.


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Se integra dentro de las típicas superproducciones épicas de los años 60 del siglo pasado, con los elementos imprescindibles de los pepla (como una carrera de cuadrigas, en este caso no en el consabido Circo Máximo sino en unas impecables pistas forestales de la sierra madrileña).

Anunciada a bombo y platillo en su estreno, pues no en balde contaba con un reparto estelar, fue un auténtico fiasco, tanto de recaudación como para la crítica especializada. Únicamente pudo hacerse con una nominación a los premios Oscar a la mejor banda sonora original, a cargo del prolífico Dimitri Tiomkin. Música aparte, cabe destacar los escenarios (aunque no exentos de alguna fantasía y anacronismos, hay que subrayar su brillantez) y la participación de algunos monstruos de la interpretación, junto a otros rostros de gran popularidad: Chistopher Plummer, Alec Guinness, James Mason, Stephen Boyd, Omar Sharif, Mel Ferrer… y (el director se había divorciado el año antes de nuestra inefable Sara Montiel) una Sofia Loren cuya inmortalidad parece empeñada en demostrarnos día a día. El guión, si es que así puede llamarse pues hay que señalar su carácter deslavazado (contribuyendo a un metraje final compuesto por distintas escenas a modo de cuadros), correría a cargo del polémico Philip Yordan, acompañado de Ben Barzman y Basilio Franchina, y, gran sorpresa, con la asesoría científica del filósofo e historiador Will Durant (que, mucho me temo, sería ignorada o simplemente quedaría reducida a inspirar algunos diálogos memorables, que tampoco faltan, como el mantenido en el Senado romano).

Por mi parte, no sabría decir en qué categoría de películas encuadrarla, las ya mencionadas buenas, regulares o malas; o al menos no me considero capacitado para ello. Pese a los duros juicios que presidieron su estreno, los críticos actuales parecen querer revalorizada, observando distintos discursos entremezclados, acaso debidos a un trabajo a cuatro manos que no terminó de cuajar armoniosamente por la falta de acuerdo entre director y productor. En todo caso, no es difícil convenir que estamos ante una película fallida: a sus problemas artísticos, cabe sumar su fracaso como espectáculo de evasión, pues su largo metraje la hace verdaderamente tediosa.

Desde la óptica histórica el juicio se hace más severo si cabe, en mayor medida si esta película se anuncia como basada en “una voluminosa obra literaria del siglo XVIII”, según la publicidad de esta “nueva remasterización”. Con ello se alude a los siete volúmenes de la History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1776-1788) de Edward Gibbon. Los tenderos –se me hace difícil llamarlos de otra manera- se limitan a calificar a la magnífica obra de Gibbon como voluminosa (curiosamente el mismo calificativo que emplearon sus opositores y críticos), y desde luego no confían –esta vez con buen criterio- en que el público ordinario conozca a Gibbon. Dicho sea de paso, esta reducción de la documentación a la prestigiosa obra gibboniana –un reclamo comercial más, en este caso de carácter erudito– es radicalmente ahistórica, cuando ignora a autores fundamentales en la historiografía como Rostovtzeff, Lot, Altheim, Stein, Mazzarino y otros, algunas de cuyas tesis pueden estar hoy tan revisadas como las del propio Gibbon, pero que para 1964 eran referentes inexcusables.


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Gibbon (1737-1794) escribió su Historia –que sería traducida al castellano en 1842-1847 por J. Mor de Fuentes– en plena revolución ilustrada, la época de deificación de la Razón, y a tal responde su obra como han demostrado los estudios de Arnaldo Momigliano.

Partía de una tesis inicial: la conversión de Constantino fue un acto eminentemente político, interesado, que buscaba capitalizar la organización y el ascendente social de la Iglesia y el cristianismo. De hecho, decidió trabajar sobre el fin del Imperio romano –o al menos así lo sublima él en sus memorias– por un impulso romántico, cuando asistiera estando en Roma al canto de vísperas de unos monjes franciscanos en lo que había sido –según creía– el templo de Júpiter –en realidad el de Juno Moneta–.

Tal fenómeno, la conversión de Constantino, vendría a salvar momentáneamente al Imperio de la grave crisis que acusaba, pero a cambio supondría el fin del racionalismo entronizado en la edad de oro antoniniana (si bien la edad de hierro julio-claudia ya preludiaba una decadencia de la libertad y soberanía popular características –a sus ojos-  del Estado romano). Esto justificaba el propio título de su obra, todo un postulado en el que crisis, decadencia y caída del Imperio van parejos.

Desde estas premisas, procede a señalar que los enemigos del Imperio fueron de orden interno, los cristianos, y externos, los pueblos bárbaros: ambos traerían la crisis,  decadencia y caída de Roma. En palabras de Gibbon, “He escrito el triunfo de la barbarie y la religión”. Finalmente el Imperio no moriría de muerte natural, sino asesinado, siguiendo en esto la tesis volteriano. A una época de desarrollo humano, sofisticación y bienestar, sucedería la oscuridad medieval.

Es de destacar en Gibbon el énfasis puesto en las causas internas, que responde al naturalismo de la época. Con ello venía a acabar con las teorías cíclicas de la Historia, cuyo máximo exponente era el pensamiento agustiniano. Iniciada la crisis y decadencia del Imperio romano hacia el 200, alcanzaba su apoteosis en el siglo V, cuando grupos de bárbaros irrumpiesen en el Imperio, si bien se alargaría extraordinariamente (ya fuera bajo una teocracia despreciable, el Imperio Bizantino, o con el dominio de la superstición y la Iglesia, en la Edad Media occidental) hasta que en 1453 el turco Mehmed II entrara en Constantinopla. Se trataba de una resistencia sorprendente, que sólo cabía explicar por el esplendor logrado otrora por la civilización romana. No en balde, conmovido ante las ruinas romanas (tal y como lo “retratara” Gustavo Doré), Gibbon escribiría a su padre: “…el momento más floreciente de Roma queda infinitamente corto ante la imagen de sus ruinas. Estoy convencido de que nunca ha existido una nación semejante y espero, por la felicidad del género humano, que nunca vuelva a existir”. Su empresa histórica sería el de explicar lo acontecido… ¡desde el año 98 al 1500 d.C., desde Oriente hasta Occidente, desde la ciudad eterna a la periferia bárbara! Voluminosa sí, pero sobre todo magna.

La obra de Gibbon es plenamente militante. Desde esta perspectiva podríamos decir que Gibbon escribe sobre el Imperio romano, pero pensando en el naciente Imperio inglés, a fin de advertir al segundo sobre lo acontecido con el primero. Es algo perfectamente avisado por el público anglosajón, por lo que no debe extrañarnos ni su popularidad –razón de su misma utilización en esta película– ni su permanente actualidad: no en balde era lectura predilecta de primeros ministros británicos como Churchill o Attlee.

Como toda la historiografía no tradicionalista del momento, la historiografía gibboniana se constituye en un instrumento de la burguesía para asentar su poder nacional y popular frente a los señores feudales y eclesiásticos, dominadores de la oscuridad medieval y cuya larga mano se prolongaba hasta los años finales de la Edad Moderna, especialmente en los países continentales. Para ellos el Imperio romano había significado el triunfo de la libertad frente al feudalismo, la barbarie y la Iglesia, y de la cultura y el bienestar del ciudadano frente a los privilegios estamentales; todos ellos principios del Estado liberal que ahora ponía sus primeras piedras y del que el inglés Gibbon participaba vivamente (agradecía haber nacido “en un país libre y civilizado, en una era de ciencia y filosofía, en una familia de categoría honorable, y decentemente agraciado con los dones de la fortuna”, y como buen gentleman en 1774 consiguió con la ayuda de un primo rico un escaño parlamentario, en el que permanecería sin pronunciar un solo discurso mientras confeccionaba su propia obra).

Finalmente, el giro dado por Constantino (la ahora conocida como “revolución constantiniana”) suponía la deformación del cristianismo primitivo, evangélico y auténtico, dando lugar al ritualismo institucional de la Iglesia católica, con su Papado al frente. Es preciso recordar que para el reformismo (en su juventud Gibbon se había convertido al catolicismo, para después retornar a su protestantismo natal, aunque con cierto escepticismo moderado), ninguna religión había mejorado con el tiempo y el Cristianismo en particular no hizo sino degenerar desde su alianza con el Imperio (todo lo contrario de lo que se postulaba del lado contrarreformista católico, para el cual la successio episcoporum aseguraba la successio doctrinae). No obstante, sus críticos no parece que vislumbraran esta sutileza, pues las palabras que dedicara al Cristianismo (especialmente los capítulos quince y dieciséis que concluían el primero de sus volúmenes) suscitaron un auténtico odium theologicum.

¿Qué hay de todo esto es la nuestra película, supuestamente deudora de Gibbon? Poco o nada. El propio Anthony Mann así lo reconocía tan sincera como explícitamente. “Esto no es una película basada en Gibbon”. Veamos algunos ejemplos, aunque no necesariamente los más relevantes.

La acción transcurre en los años finales del reinado de Marco Aurelio y durante el de Cómodo, es decir, entre 179-180 y 192. Marco Aurelio ocuparía el trono imperial en 161, hasta su muerte en 180. Paradójicamente este emperador y filósofo estoico, amante de la paz y para el que la guerra era la mayor de las desgracias humanas, pasaría prácticamente todo su reinado ocupado en contiendas bélicas. De ello se hace eco la película, que comienza en una campaña en el limes danubiano: el bellum Germanicum que desatase el rey marcomano Baldomar en 167 y que –con periodos de imposición de una dura pax romana– se extendería hasta la llamada Expeditio Germanica secunda de 179-180, año en el que la muerte sorprende al emperador en la ciudad de Viena. Hasta aquí nada que objetar, salvo pequeñas anacronías y licencias narrativas.


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Sin embargo, pronto asistimos en su argumento a un asunto de más calado histórico: según la película, Marco Aurelio muere envenenado cuando decide desheredar a su hijo Cómodo en beneficio de Livio, un personaje totalmente ficticio. En ninguna fuente histórica se alude ni al asesinato del emperador, ni a problema sucesorio alguno. De hecho, Cómodo había sido asociado al trono por su padre Marco Aurelio en 177. Gibbon enfatiza cómo el heredero sustituyó a su padre aclamado por el Senado y los ejércitos. Se trató de una sucesión tranquila, sin oposición o competidor alguno, y en medio del contento popular. Por tanto, el argumento de la película arranca de una mera invención sin base histórica alguna. No contento con esto, además, provoca cierto marasmo y confusión, al usar nombres como los de Cleandro, un tétrico sacerdote ciego que asume la función de asesino de Marco Aurelio en la película, que en la realidad histórica fue un antiguo esclavo convertido en hábil y venal cortesano en el que depositó las tareas de gobierno Cómodo durante los años 185-189.

Más equivocado aún es el personaje de Lucila. Marco Aurelio había asociado al trono a su hermano adoptivo Lucio Vero en 161, al que casaría con su hija Annia Aurelia Galeria Lucila en 164. En el film Lucila es un elemento principal. Se sirve de su figura para establecer una relación amorosa, la de Lucila y Livio, que transcurre a lo largo de toda la película. Para ello omite alusión alguna a un pasado que sin duda entorpecía tan romántica trama. Al contrario, la presenta como una virgen, siempre velada como si se tratase de una vestal. Sólo por razones de Estado, casaría con el rey armenio (una alusión al bellum Armeniacum et Parthicum), con el que llegaría a promover una sublevación en Oriente contra Roma, como si de una Zenobia se tratara. Hasta aquí la película. Pero, ¿qué nos dice la historia, es decir, Gibbon? Viuda Lucila en 169, casaría de nuevo con Tiberio Claudio Pompeyano, legado en Panonia Superior, y no con rey armenio alguno. Es cierto que participó en un complot contra Cómodo en 183, pero de carácter palaciego y sin finalidad secesionista alguna. Curiosamente en éste mantuvo al margen a su segundo marido, un leal senador fiel a Cómodo, y se sirvió de su bien nutrido armario de amantes –en esto sus gustos corrían parejos a los de su madre, la deificada Faustina–. Ni que decir tiene, esta acción le costaría la vida.


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Precisamente esta conjura de 183 supuso un giro en Cómodo, despertando a una especie de monstruo y, sobre todo, una política con un marcado carácter antisenatorial. Delaciones, confiscaciones, asesinatos, desorden militar y descontento popular presiden esta última fase del reinado (casi diez años). Todo ello está ausente en el film, simplificándose el fin del emperador en una lucha contra su alter ego ficticio, Livio. La realidad histórica es más prosaica: el 31 de diciembre de 192 los que ayudaron en su tiranía, empezando por su mujer Marcia, llegaron a temer por sus propias vidas, por lo que acabaron con la del emperador.

La historiografía, toda ella prosenatorial, incide en esta segunda fase del reinado como una época de depravación moral en el seno de palacio, que culminaría cuando Cómodo expusiera públicamente sus habilidades como venator y secutor en el anfiteatro. Aunque la película apenas se hace eco de las proezas sexuales de Cómodo y sus cortesanos, tampoco podía dejar pasar la ocasión del gusto del emperador por los juegos más populares. Todo sea por el espectáculo.

Más grave aún me parece otro asunto. En las intenciones de Anthony Mann estaba huir de hacer una película más de cristianos, tan al uso en la filmografía hollywoodiense del momento. Esto, que pareciera un valor positivo desde la óptica cinematográfica, sin embargo desactivaba uno de los factores internos clave que señalara el historiador inglés para explicar la decadencia del Imperio. De hecho, el Cristianismo es uno de los grandes ausentes del film, aunque sabemos por sus escritos que Marco Aurelio tuvo presente a este tertium genus. Pero esto ocurre sólo en apariencia. Para sorpresa del espectador, resulta que el bueno de Timónides, en la película un filósofo consejero del emperador estoico Marco Aurelio, ¡era a la postre un cristiano, capaz de igualar a la pax romana con la pax Dei! Una escena previa donde Timónides “evangeliza” al rey de los germanos no tiene precio…

En fin, todo un cúmulo de dislates. ¿Tiene pues algún valor histórico esta película? Personalmente sólo salvaría dos aspectos, que desde luego no son menores y sí fieles a lo que pudiéramos llamar un cierto “espíritu gibboniano”.

Respecto del primero, me refiero a la escena que se desarrolla en el Senado romano, cuando discuten partidarios y refractarios a la integración de los bárbaros. Aunque anacrónica si la situamos durante el reinado de Cómodo, presenta hoy día la misma contemporaneidad que en su momento presidía la propia obra de Gibbon. En este sentido podemos decir que es fiel a su espíritu, al plantear un dilema de rabiosa actualidad.


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Un segundo aspecto a señalar es que para Gibbon la caída de Roma era el fin de la civilización y la entrada en una época de penumbras, destrucción y barbarie. En esto la película es fiel a las tesis gibbonianas (revisadas hoy en día, pese a la buena defensa de autores como Ward-Perkins): lo aquí relatado era el principio del fin de un mundo, el clásico, y –como dice una voz en off con la que concluye la película– este sólo se explica por una debilidad interna.

Ambos son un serio aviso para nuestra propia civilización. Pero, ¿es mérito de esta película? Más me inclino a pensar que es mérito del propio fin de Roma. Es la permanente lección histórica que tanto atrajo a Gibbon, y a no pocos historiadores desde entonces.

 

BIBLIOGRAFÍA

DE ESPAÑA R., La pantalla épica. Los héroes de la Antigüedad vistos por el cine, T&B Editores, Madrid, 2009.
GIBBON E., Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, Turner, Madrid, 2007.
LOSADA M. y MATELLANO V., El Hollywood español, T&B Editores, Madrid, 2009.
PRIETO ARCINIEGA A., La Antigüedad filmada, Ediciones Clásicas, Madrid, 2004, 195-205.
ROLDÁN HERVÁS J.M., “La caída del Imperio Romano”, en UROZ J., Historia y Cine, Publicaciones de la Universidad de Alicante, Alicante, 1999, 11-33.

 

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ISSN 1988-8848