CAMPANADAS A MEDIANOCHE (O. Welles, 1965):
DE LA AMBIVALENCIA DE SHAKESPEARE
A LA PÉRDIDA DE ORSON WELLES

Chimes at Midnight (O. Welles, 1965):
from Shakespeare’s ambivalence

to the loss of Orson Welles

Dr. Jordi Sala Lleal
Filólogo
Girona

Recibido el 23 de Agosto de 2011
Aceptado el 2 de Noviemnre de 2011

Resumen. El artículo se propone establecer las relaciones entre una de las grandes realizaciones de Orson Welles, Campanadas a medianoche (1965), y su origen en el teatro de Shakespeare, analizando la (in)dependencia que la película mantiene con los textos shakespearianos que constituyen su fuente. A través del examen de las semejanzas y las diferencias que la relación entre los dos protagonistas, Falstaff y el príncipe Hal, presenta en las obras de Shakespeare y en el film de Orson Welles, se define la lectura que el director realiza de esos originales teatrales y la intención última de su película.
Palabras clave. Orson Welles, Campanadas a medianoche, Adaptación cinematográfica, Teatro, Shakespeare, Enrique IV, Falstaff.

Abstract. The article aims to examine the links between Chimes at Midnight (1965), one of Orson Welles’s most important movies, and the Shakespeare’s theatre tradition. The film’s (in)dependence from the Shakespearian text, its main source, is deeply analysed. Both director’s own reading of the original dramas and the main purpose of his film are studied through the similarities and differences in the relationship between the two main characters, Falstaff and Prince Hal.
Keywords. Orson Welles, Chimes at Midnight, Film Adaptation, Theatre, Shakespeare, Henry IV, Falstaff.

 

 

Más de cuarenta y cinco años después de su estreno, Campanadas a medianoche sigue presentando interrogantes, sugiriendo lecturas y estimulando a la reflexión; no en vano es una obra maestra del cine, qué duda cabe, y aún cabe menos duda de que es una de las mejores y más significadas adaptaciones cinematográficas de la obra dramática de William Shakespeare. Precisamente desde este ángulo, el de su relación con el original shakespeariano, el estudio que sigue pretende volver a considerar esta clásica (y tan moderna) producción.s sabido que Campanadas a medianoche no adapta una única obra del teatro de Shakespeare. El film que Orson Welles rodó en España y con capital fundamentalmente español (del productor Emiliano Piedra) no es propiamente una adaptación al cine de un texto teatral previo: el origen, el alcance y las intenciones del realizador al elaborar la película sobrepasan con mucho el trasvase de una historia de un texto literario a otro medio artístico narrativo como es el cine. De hecho, se acercan mucho más a este concepto las otras dos películas basadas en el teatro de Shakespeare que Orson Welles rodara: la expresionista, tenebrosa, angustiosa Macbeth (1948), y la cubista, imaginativa, espléndida Othello (1952). Campanadas a medianoche es un rompecabezas: es un film que deriva de una obra de teatro que a su vez deriva de otra obra de teatro que a su vez deriva de un puñado de obras de teatro y de crónicas históricas, aunque la mayor parte del material original proviene de las dos partes de Enrique IV, que son dos obras independientes (1).


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A diferencia de otras obras históricas (de Ricardo II o de Enrique V, sin ir más lejos), el title character, el personaje que da nombre a la obra, no es el protagonista de ninguna de las dos partes de Enrique IV. En ellas, Shakespeare nos presenta a un rey Enrique atormentado por el sentimiento de culpa a causa de la traición cometida contra su primo Ricardo II, suceso acaecido en 1400. A su vez Enrique tiene que plantar cara a las sublevaciones de varios nobles, concretamente de los partidarios de que la corona inglesa pasara a la casa de los Mortimer: Glendower de Gales, Douglas de Escocia y los Percy del condado norteño de Northumberland, con Hotspur al frente. Es decir, el rey se encuentra inmerso en un grave conflicto territorial, o nacional. Y, por si ello fuera poco, tiene que hacer frente a la vida disipada de su hijo Enrique, conocido con el apodo de Hal, príncipe de Gales y por tanto heredero de la corona de Inglaterra (el futuro rey Enrique V). Pero el rey Enrique, como se ha dicho, no es el protagonista de las dos obras, porque por ellas discurre una trama paralela de carácter cómico protagonizada por Hal, por Falstaff (que también tiene un origen social elevado) y por la pandilla de gamberros, prostitutas y gente de mala vida que los rodean. El príncipe y Falstaff son coprotagonistas, junto al rey, de las dos partes de Enrique IV, si no los auténticos protagonistas. En cualquier caso, son los protagonistas absolutos de Campanadas a medianoche.


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El recurso de las tramas dobles (a menudo, como en este caso, señaladas por el uso distintivo del verso y la prosa) que en algún momento de la obra se entrecruzan es muy habitual en el teatro de Shakespeare. Este procedimiento tan idiosincrásico obliga a la trama aparentemente secundaria a trabajar como un espejo grotesco, deformado, de lo que presenciamos en la principal. En las dos partes de Enrique IV, y en Campanadas a medianoche, se puede interpretar la taberna como la metáfora de una Inglaterra por entonces ingobernable (lectura que se sustenta poderosamente en la escena 4 del acto II de la Primera Parte, donde Hal y Falstaff representan la farsa en que suplantan al rey): un burdel repleto de borrachos de baja estofa donde la moral de cada cual está supeditada al placer y a los propios intereses. Por supuesto, el procedimiento shakespeariano de la doble trama es un atentado en toda regla contra las normas de la dramaturgia clásica: introducir escenas cómicas en una obra de tema “serio” como es el reinado de un rey (además, un rey melancólico y angustiado por el peso de la culpa) implicaba a finales del siglo XVI una radical subversión literaria y teatral, por no decir, también, política; y la suerte es que la monarquía inglesa lo toleraba. Pero por lo visto Shakespeare siempre se dejó guiar por su instinto dramático, y la mezcla de géneros no le estorbaba el sueño para nada. Al fin y al cabo, en unas obras históricas como son las dos partes de Enrique IV, el verdadero núcleo temático viene dado por la trama de carácter marcadamente cómico, y específicamente por la relación entre el bribón Falstaff y el bribonzuelo Hal.

Y fue eso, claro está, lo que realmente cautivó a Orson Welles. Al fin y al cabo, Welles aprieta más una tuerca ya clavada por Shakespeare; pero el realizador se recrea en esa curiosa relación entre un joven príncipe heredero y un viejo libertino, gordo y fanfarrón, tan vago y vicioso como listo y entrañable, porque le proporciona un espléndido juego narrativo. A Shakespeare, como a Orson Welles, la verdad histórica le importaba aproximadamente un comino, y ello es cierto para las llamadas “obras históricas”, que efectivamente siempre giran alrededor de algún período de la historia de Inglaterra y del rey correspondiente, pero que siempre acaban ampliando su alcance a alguna materia más universal. La relación entre el príncipe Enrique y Falstaff no es invención de Shakespeare: como siempre exquisito ladrón, la robó de The Famous Victories of Henry V, una obra de teatro anónima publicada en 1598, aunque al parecer estrenada doce años antes. La obra en cuestión presentaba a un díscolo príncipe Enrique que estaba de juerga permanente con un grupo de borrachos y maleantes capitaneados por sir John Oldcastle, un aristócrata arruinado históricamente verídico; al parecer, Shakespeare le cambió el apellido por el de Falstaff para esquivar las represalias de los descendientes del tal Oldcastle. Ni que decir tiene que el escritor advirtió ahí un filón de gran riqueza dramática, y empezó a excavar en él con gran vigor y profundidad.

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Falstaff es sin duda uno de los grandes personajes shakespearianos, y seguramente el más logrado y famoso entre los cómicos. Parece un compendio de tantos otros personajes de la tradición literaria y teatral, donde abunda el fanfarrón mentiroso, amoral, lascivo, borracho y comilón. Pero lo que confiere grandeza al personaje es que Shakespeare le da más hondura. En el trasfondo de todo lo que dice y hace, intuimos que Falstaff conoce bien sus miserias: sabe quién es, y de ahí esa sensación de que, bajo la piel del individuo cómico, se oculta una tragedia. Al estar desprovisto de la caricaturización típica del personaje teatral plano, emerge la figura gigantesca de un personaje radicalmente moderno. Por su parte, el príncipe Hal se presenta con una marcada ambigüedad, y ahí radica la ambivalencia que Shakespeare permitió (o impuso deliberadamente) a las dos partes de Enrique IV (y aun a Enrique V). Hal, ciertamente, tiene virtudes: por ejemplo, él mismo asegura que es muy valiente, y lo demuestra; pero frente a los valores que a menudo la crítica le ha atribuido (fundamentados en su ulterior reinado), se puede argumentar también que Hal (y el futuro rey aún más) es un hombre cruel, despiadado, egoísta, que sabe muy bien adónde va y está dispuesto a servirse de quien sea para alcanzar sus propósitos, sin síntoma alguno de amor verdadero por nadie. Por su padre, al menos, no. ¿Ni por Falstaff? Quizá tampoco. De hecho, no parece que le afecte demasiado la fingida muerte de su amigo en la batalla de Shrewsbury, por no recordar cómo lo acaba repudiando. Y ya siendo rey, en la obra Enrique V, una de las primeras decisiones que toma el nuevo monarca es la ejecución de tres nobles que han conspirado contra él, entre ellos un viejo amigo, Scroop, sin muestra alguna de pena auténtica por su parte. ¿O sí? Enrique es, contemplado hoy, uno de los personajes más controvertidos de entre los dibujados por Shakespeare.

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Orson Welles no entró al trapo de los claroscuros del personaje del príncipe, porque ese no era ni su aliciente ni su tema. Su foco estuvo siempre en Falstaff. De hecho, el final de Campanadas a medianoche es algo decepcionante desde el punto de vista hermenéutico, y no nos referimos a la maravillosa escena (el auténtico final, para su director) en que el rey que está siendo coronado repudia a su viejo amigo, sino a lo que viene luego, incluidas unas frases epilogales relativas a Enrique de acentuado carácter panegírico, tomadas de las Crónicas. Si algún reproche se puede hacer a la película es ese: no querer meterse en el berenjenal de la ambigüedad de Enrique, que equivaldría a entrar en la crítica al poder instituido, para no descentrar el foco del personaje central y de la reflexión que deriva de él. Pero quizá ni ese reproche sería de recibo: una adaptación cinematográfica implica siempre un puñado de elecciones, y en el mejor de los casos traza un camino que es un recorrido de lectura. Las adaptaciones de Orson Welles son, desde ese punto de vista, ejemplares. Sin salir de Shakespeare, a diferencia de otros directores que adaptan obras suyas a la gran pantalla, Welles nunca es romo, o inexpresivo: en sus versiones siempre se nota, y mucho, la mano inconfundible del artista, tanto en la factura cinematográfica como en la lectura que realiza de las obras de donde parte.

Tomemos un ejemplo de ello de carácter eminentemente formal, pero con implicaciones hermenéuticas. En Campanadas a medianoche hay una voluntad manifiesta de no filmar el paisaje. Quizá tenga que ver en esto la circunstancia de que Welles no pudiera rodar en Inglaterra, sino que lo hiciera en el seno de un paisaje con otras vinculaciones afectivas, que en ningún caso podía transportar a los espectadores ni a la Inglaterra de los reyes medievales ni a la Arcadia de la merry England a la que quería apelar (volveremos a ello más adelante). En cualquier caso, la elección del blanco y negro dejaba fuera de toda opción un tratamiento descriptivo del paisaje, y en cambio ponía el énfasis en lo que se pretendía: dar un valor simbólico a los espacios filmados, que no son meras representaciones icónicas del espacio descrito, sino símbolos de determinados valores que están en juego y que pugnan entre sí. «Campanadas a medianoche supera de largo a las anteriores películas shakesperianas de Welles por la silenciosa sutileza de la relación del personaje [Falstaff] con el contexto espacial», apuntó, hace ya algunos años, Anthony Davies (2). Los dos espacios simbólicos del film son la corte y la taberna, y entre los dos queda el territorio donde se desarrolla la batalla de Shrewsbury. En cada uno de esos dos espacios hay un “rey” (Enrique IV y Falstaff, respectivamente); y ambos son como castillos fortificados donde no tienen cabida los personajes que habitan en el otro espacio. El campo donde se produce la batalla es el lugar de confluencia de los dos grupos de personajes. Solo Hal puede pasar de la taberna a la corte, de un espacio a otro, y he ahí la subversión que comete el príncipe y el terremoto emocional que provoca en su padre y en la corte. En este sentido, aún toma una dimensión mayor, y más trágica, la intención de Falstaff, al final de la película, de traspasar las paredes de un castillo cuya entrada está prohibida para él (3).

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Curiosamente, el castillo de Cardona y su iglesia, donde se filmó la corte real, son románicos, cuando probablemente, por época (siglo XV) y por estética (verticalidad), a Orson Welles le hubiera resultado más conveniente filmar en el interior de una catedral gótica. Pero no importa: esa verticalidad la confieren otros elementos visuales, como por ejemplo la multitud de lanzas que aparecen al final de la película, durante la coronación del nuevo rey, o como la misma posición de la cámara, con sus habituales contrapicados. Orson Welles representó la corte real como un espacio de austeridad extrema; de esa manera se subraya el tormento psíquico con el que vive Enrique IV, y ante todo su soledad. No en vano, Shakespeare nunca hace aparecer a la reina en escena, y lógicamente tampoco lo hace Welles en la película. Por supuesto, en la ambientación juega un papel destacadísimo la luz que se filtra siempre a través de los ventanales, creando una sensación extrema de oscuridad, una imagen casi tenebrista. Es, también, un tratamiento marcadamente simbólico de la iluminación: el rey vive en la penumbra (psíquica), la corte está instalada en la penumbra (moral), Inglaterra se encuentra en la penumbra (un destino incierto, una guerra civil inminente), y la luz procede del exterior. Y, en efecto, la luz acabará entrando desde fuera: llegará con el nuevo rey, por el momento un holgazán juerguista y mujeriego, que con su reinado glorioso por venir volverá a iluminar al país.

Los claroscuros dibujados por la luz en la cara de los personajes constituyen un recurso típico del director (que los explotó hasta el extremo en su Macbeth, por no salir de sus adaptaciones shakespearianas), y se dan sobre todo en la representación del rey Enrique IV: una manera muy eficaz de señalar los recodos negros de su alma, su sufrimiento por la culpa y su tormento. Amén de la magnificencia retórica de los textos de Shakespeare, Welles añade en sus versiones una retórica propia, una retórica visual decididamente cinematográfica tejida con ángulos contrapicados, luz tenue filtrada, cambios en el dinamismo de la cámara (la quietud de esta y los planos largos del palacio contrastan radicalmente con la velocidad de las secuencias de la taberna), etc. Se le ha llamado la “retórica del silencio”(4), una retórica memorable que, en Campanadasamedianoche, llega a su cénit en la secuencia de la batalla, largos y cautivadores minutos sin que medie una sola palabra.

 

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Esta batalla, la batalla de Shrewsbury, constituye el centro (no sólo cronológico, que también) del film; hay casi unanimidad en la crítica en la consideración de la secuencia como una completa maravilla (5). En una película rodada hace tantos años, Orson Welles logró, con un presupuesto escaso, una veracidad extraordinaria sin necesidad de mostrar prácticamente ni una gota de sangre. Si no acabara siendo una escena brutal, que lo es (progresivamente, a medida que aumenta la velocidad con que se suceden las tomas, también se incrementa la bestialidad de lo que contemplamos), se podría decir que está dotada de una incomparable belleza plástica: una belleza inconfesable y morbosa, si se quiere, pero belleza al fin y al cabo. Estamos muy lejos de las representaciones anteriores de batallas en el cine, sobre todo de esa apariencia de «gente que sale del castillo a caballo y que de repente se encuentra en algún campo de golf cargando los unos contra los otros», típica, según Welles, de Laurence Olivier (6). Orson Welles compuso la secuencia desmenuzando tomas largas que había rodado sin detener el trabajo de los actores, porque con el procedimiento habitual de filmar solo los golpes dados con las espadas no conseguía un trabajo actoral verosímil. Más mérito tiene, si cabe, si se tiene en cuenta que el director tan solo dispuso unos pocos días de ciento cincuenta extras (españoles) que utilizó para la carga de los caballos que da inicio a la batalla; posteriormente, lo tuvo que rodar todo con una docena de hombres, unos pocos caballos, maniquíes humanos y equinos, y mucho talento. Resulta obvio que la finalidad del montaje de la batalla es que el ojo del espectador no descanse ni un instante; la cámara nunca está quieta más de un segundo. En ningún momento importa quién es quién, ni quién gana y quién pierde: Welles rehúye aquí la narrativa bélica convencional para mostrarnos el horror de la guerra en su dimensión de tragedia humana universal, de fracaso eterno del ser humano. Para transmitirlo, son abundantes los primerísimos planos que cosifican el cuerpo humano con independencia del bando al que pertenezcan. De ahí, sin duda, la gran modernidad e influencia posterior de la batalla de Shrewsbury de Campanadas a medianoche.

Sin embargo, el enfoque que el realizador da a la guerra no renuncia al contrapunto cómico. Más: grotesco. Dado que en el campo de batalla confluyen las dos tramas y los dos grupos de personajes, también tiene lugar en él el seguimiento de las andanzas del gordinflón Falstaff, lo que es sinónimo de diversión. La figura esférica de Falstaff embutido en una inmensa armadura (seguramente la más voluminosa de la historia del cine) deambulando por el campo de batalla, solo pendiente de encontrar algún lugar donde resguardarse, es otra carcajada estentórea de Welles ante lo absurdo de la guerra. Finalmente, la batalla se cierra con el duelo personal entre el príncipe Hal y el engreído Hotspur (cuya relación con su mujer ha sido presentada antes en clave cómica, sorprendentemente), y la muerte de este último. Entonces llega una escena clave a pesar de su aparente trivialidad. Se trata de una escena en que Hal hace algo que el príncipe del texto shakespeariano no hubiera hecho nunca. En la obra, cuando el príncipe Enrique, acompañado de su hermano Lancaster, se reencuentra con un Falstaff “resucitado” que asegura que ha sido él quien ha matado al aguerrido Hotspur, no da mayor importancia a las mentiras del viejo. En la película, la secuencia tiene lugar en presencia del rey (papel confiado al mítico actor shakespeariano John Gielgud). Ante su padre, Hal (interpretado por el joven Keith Baxter) no desmiente a Falstaff, dejando pasar así la oportunidad de reivindicarse ante el rey, de proclamar su valentía y eficacia al haberse deshecho ni más ni menos que de Hotspur, la gran esperanza de los rebeldes. Esta secuencia es completamente original del director, y es muy sublime: el rey, que evidentemente no cree a Falstaff, espera que su hijo diga la verdad, que desenmascare a su pusilánime amigo; pero al fin debe irse visiblemente defraudado al comprobar que Hal decide mantenerse leal a Falstaff. Sublime, sí, pero con implicaciones muy controvertidas en cuanto a la interpretación: esa escena enaltece al personaje del príncipe Enrique, cuando no hay atisbo de esa nobleza de espíritu ni en la Primera ni en la Segunda Parte de Enrique IV de Shakespeare.

Terminada la batalla de Shrewsbury, en cierto modo comienza una nueva película, donde la fuente principal será la SegundaParte: ya no hay más batallas y todo se concentra en la evolución de Hal hacia la corona, y sobre todo de Falstaff hacia el desengaño y la muerte. Es en esta parte donde encontramos el espléndido monólogo en el que se establece una analogía entre el sueño y la muerte, y donde Enrique IV expresa el deseo de morir: el fundido de la imagen nos conduce del rey a un primer plano de la cara de Hal, que confiesa un gran cansancio de la vida que lleva. Y el siguiente fundido nos brinda un primer plano facial de Falstaff expresándose de manera profundamente melancólica. Esta estructura deliberada con que se inicia la segunda mitad de la película determinará intensamente su tono, un tono mucho más triste, con chispas dramáticas, que se irá acentuando hasta el desenlace, resueltamente trágico. En este tramo final del film, toma relevancia el personaje de Doll Tearsheet (Jeanne Moreau, amiga de Welles), la prostituta que aparece en la Segunda Parte, la amiga de Falstaff, la mujer de buen corazón que siente auténtico amor por el viejo borracho. No es casualidad que Doll esté presente en la última de las separaciones parciales de la película que pronostican la separación final, la definitiva, entre Hal y Falstaff: cuando el príncipe se da cuenta de que está desperdiciando el tiempo mientras su padre se está muriendo, sale de la taberna (en un espléndido plano general rodado en picado) mientras la gente baila, y Falstaff, que percibe la gravedad de las consecuencias que puede tener esa huida, lo sigue hasta la cuadra. Brillante escena, también cargada de significado, que anticipa el final del flashback que se había iniciado al principio del film; el retorno al tiempo narrativo natural nos ofrece la muerte del rey y la aseveración de Hal de que será un buen monarca. Cuando Falstaff, entusiasmado, recibe la noticia, decide ir a palacio para presenciar la coronación de su amigo, y ahí se produce la gran escena, la escena que siempre fue el centro del interés de Orson Welles por esta historia, y por consiguiente la escena que constituye el centro de interés de la película.

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Los eruditos shakespearianos más historicistas argumentan que para Shakespeare el centro auténtico de las dos partes de Enrique IV debía de ser el príncipe Hal y su evolución hasta convertirse en el gran rey que fue. Al fin y al cabo, lo que le pasara a Falstaff después de la coronación, poca importancia podía tener. Falstaff solo era el bufón, el protagonista del comic relief que constituye la trama secundaria de la obra. Ahora bien, el núcleo temático de una lectura actual de Enrique IV siempre la deberá ocupar la relación de Falstaff con Hal, más que la de Hal con Falstaff: hay una diferencia. Y así lo entendió Orson Welles. La crítica ha explicado que la estructura del film se basa en sucesivas despedidas entre Hal y Falstaff hasta llegar a la separación definitiva (más arriba lo avanzábamos). Y en esa relación, el personaje de Falstaff es el centro, el protagonista auténtico. Kathy M. Howlett ha observado que «cuando la cámara de Welles nos presenta a Hal en Campanadas a medianoche, la primera visión que el espectador tiene del príncipe resulta confusa porque lo tapa la jarra de cerveza, anunciando así que el interés de la película se encuentra en Falstaff y no en el príncipe. […] Campanadas a medianoche lamenta la muerte de Falstaff y no celebra la transformación de Hal»(7). De hecho, ya lo había revelado el realizador en la famosa entrevista que le realizara Peter Bogdanovich: «Cuando lo interpreté anteriormente [a Falstaff], en el teatro, ya me parecía más un hombre de ingenio que un payaso. Y cuando lo llevé a la pantalla, tuve la impresión de encontrarme [...] con una persona que quería ser un payaso deliberadamente. La última escena era el verdadero núcleo central de nuestra película, y toda la “comedia” debía interpretarse desde esta perspectiva» (8). Más claro, el agua: esa escena, prácticamente final, es a donde se dirige toda la película, la que justifica todo el metraje, su razón de ser.

El mismo realizador daba, así pues, la clave de lectura de la película: con la caída final de Falstaff, Shakespeare, según Welles, hablaba sobre la pérdida de la inocencia individual, pero también sobre la pérdida de un mundo que era la Inglaterra arcádica (cuyo último defensor sería el “inocente” Falstaff) que estaba desapareciendo y siendo sustituida por la Inglaterra moderna. La muerte de Falstaff significaba, literalmente, «the death of Merrie England»(9). Por supuesto, Welles, como todo el mundo, atribuye al autor su propia interpretación (la “correcta”, claro está), aunque Shakespeare debía de estar muy lejos de pensar en nada de esto. Pero la lectura de Orson Welles, la que lo espoleó durante años a rodar la película, es una lectura brillante, seductora, y en cualquier caso resulta perfectamente reconocible en la película: el director logró materializar lo que se proponía.

La pérdida: tal vez así, enunciada en general, la definición del tema abarcaría muchos de los significados que los espectadores pueden dar a la película. La pérdida de un mundo colectivo que nunca fue, de un mundo simbólico; pero también la pérdida de un mundo individual que tampoco existió nunca, de otro mundo simbólico, el de la infancia. La pérdida de la inocencia, dijo Welles: ¿y cuál es el territorio de la inocencia, si no la infancia? En Campanadas a medianoche, el inocente resulta ser Falstaff. Su ingenuidad devastadora podría acabar con el orden establecido, incluso con la realeza; y, por consiguiente, el príncipe Hal debe acabar con el niño que es Falstaff, y también, de rebote, con el niño que él había sido. La inocencia es sustituida por la responsabilidad, por el sentido del deber; y también por la falta de empatía. Al final, como sucedía en Ciudadano Kane, en el trasfondo del film se vislumbra el mito de la infancia perdida, el enigmático “Rosebud” que encierra un orden simbólico indecible. Orson Welles decía que el paraíso perdido era el tema central de la cultura occidental: tenía gran parte de razón, y en cualquier caso ese fue siempre su tema favorito. Aunque nunca lo fuera de William Shakespeare, demasiado ocupado en la deconstrucción minuciosa del poder.

 

Notas

(1) Sobre las relaciones entre el montaje teatral Five Kings, estrenado en Boston en 1939, el montaje irlandés de 1960 que ya llevaba por título Chimes at Midnight, y la película homónima (estrenada en España el 22 de diciembre de 1965), véase Montaner Villalba 2003, un estudio detallado de la “historia externa” de estas producciones, y también Riambau 1985, que ya había expuesto el puzle de esas relaciones intertextuales (véase el esquema de la pág. 240). El trabajo de Riambau sobre Welles, fundamental, también explica la génesis de la producción de la película. Por descontado, en esta última cuestión sigue siendo indispensable España como obsesión de Juan Cobos, quien asistió a Welles en la realización del film (Cobos 1993).

(2) Davies 1988: 123. Todas las traducciones de citas del inglés son mías.

(3) Jack J. Jorgens (Jorgens 1977: 112-115) explicó ya hace bastantes años el sentido oculto de los movimientos que se producen en la corte y en la taberna.

(4) Véanse las páginas que Michael Anderegg (Anderegg 1999) dedica a la retórica del film, especialmente en lo que se refiere a la presentación de personajes.

(5) Entre los numerosos trabajos que tratan de esta escena, es recomendable la disección que de ella hace James Naremore (Naremore 1978).

(6) Citado en Mason 2000: 199.

(7) Howlett 2000: 155. A pesar de ello, en un peculiar trabajo, Ace G. Pilkington (Pilkington 1991) defiende que la preponderancia de Falstaff no es tan grande dado que los otros personajes la matizan.

(8) Welles y Bogdanovich 1994: 287-288.

(9) Véase lo que decía Welles sobre la cuestión en Cobos y Rubio 1966.

 

Bibliografía citada

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ISSN 1988-8848